José Saramago |
Fue en el 98
cuando, por curiosidad, fui a una librería a comprar algo del nuevo premio
Nobel de literatura. Elegí el libro menos voluminoso: “Todos los nombres”. En
la contraportada alguien había escrito que se trataba de la historia de amor
más intensa de la literatura portuguesa de todos los tiempos; y yo, que soy
poco dado a las historias de amor, lo compré con cierto escepticismo. Me fui
involucrando en el tedio y en las divagaciones de un hombre mediocre, don José,
funcionario del Registro Civil. Acabé el libro y no encontré ninguna historia
de amor, sólo era un amago, una intención de amor. Cuando don José encontró a su amada, la encontró en el cementerio, enterrada, y pasó allí la noche al abrigo de un acebuche; por la mañana don José se despertó ante la mirada de un perro que estaba pendiente de instrucciones para manifestarse. Y ahí quedó la parábola que
invita a preguntarse si la más importante historia de amor pudiera ser aquella
que no prosperó, y por eso no pudo entumecerse por las mentiras ni por los
silencios. Después El evangelio según Jesucristo, El año de la
muerte de Ricardo Reis, Ensayo sobre la ceguera, Viaje a Portugal y Memorial del convento fueron los libros que dejaron mi carne de gallina ya para siempre. Cuando Saramago tenía unos cincuenta años publicó su primer libro y nadie le
hizo caso, normal. Qué empleado de editorial es capaz de captar al genio, con
toda la literatura mediocre y rancia que pasa por sus manos. El genio es una
aguja en el pajar. Hay que cumplir setenta años para que, con suerte, alguien
se entere de que un hombre cualquiera, sin títulos universitarios, puede hacer tiritar las entrañas al mundo
con sus letras. En “Viaje a Portugal” el viajero vio un esqueleto humano en un
museo, se fijó en sus omóplatos y pensó que eran alas que no pudieron crecer.