lunes, 30 de marzo de 2015

ANDREAS LUBITZ


Todos juzgamos a las personas y a las cosas utilizándonos a nosotros mismos como pauta, y por eso, tal vez, ningún psiquiatra ni psicólogo pudo imaginar hasta dónde es capaz de llegar la maldad humana. Podrían haber dado la voz de alarma; pero no, también está la deontología que les impide informar de que hay un loco peligroso con apariencia de chico bueno pilotando grandes aviones llenos de gente. Y así nuestros códigos y normas se convirtieron en el arma asesina, igual que la puerta de seguridad de la cabina que impide la entrada de terroristas pero no puede hacer nada cuando el terrorista ya está dentro. El comandante no pudo entrar para evitar la tragedia. El secreto profesional y la puerta de seguridad: ahí están las trampas. A Lubitz lo habían dado de baja por desequilibrios cerebrales, y sólo el médico y el paciente lo sabían; el copiloto hizo añicos el papelito que lo inhabilitaba y el médico, con su silencio, actuó de acuerdo a su código deontológico. Después salió demonio con su elegante uniforme de piloto y con su cerebro lleno de alegres larvas de afilados colmillos pululando entre las neuronas, salió caminando serenamente hacia los mandos del Airbus. Los kamikazes que circulan en sentido contrario por la autopista, si tuvieran licencia de vuelo, podrían hacer lo mismo porque son gente que quiere morir matando, como Robespierre. Las páginas de la historia nos dejan otro teutón alienado y maligno con muchos muertos en su cadavérica y putrefacta conciencia.