Todos juzgamos a las personas y a las cosas utilizándonos a
nosotros mismos como pauta, y por eso, tal vez, ningún psiquiatra ni psicólogo
pudo imaginar hasta dónde es capaz de llegar la maldad humana. Podrían haber
dado la voz de alarma; pero no, también está la deontología que les impide
informar de que hay un loco peligroso con apariencia de chico bueno pilotando
grandes aviones llenos de gente. Y así nuestros códigos y normas se
convirtieron en el arma asesina, igual que la puerta de seguridad de la cabina
que impide la entrada de terroristas pero no puede hacer nada cuando el
terrorista ya está dentro. El comandante no pudo entrar para evitar la
tragedia. El secreto profesional y la puerta de seguridad: ahí están las
trampas. A Lubitz lo habían dado de baja por desequilibrios cerebrales, y sólo
el médico y el paciente lo sabían; el copiloto hizo añicos el papelito que lo
inhabilitaba y el médico, con su silencio, actuó de acuerdo a su código
deontológico. Después salió demonio con su elegante uniforme de piloto y con su
cerebro lleno de alegres larvas de afilados colmillos pululando entre las
neuronas, salió caminando serenamente hacia los mandos del Airbus. Los
kamikazes que circulan en sentido contrario por la autopista, si tuvieran
licencia de vuelo, podrían hacer lo mismo porque son gente que quiere morir
matando, como Robespierre. Las páginas de la historia nos dejan otro teutón
alienado y maligno con muchos muertos en su cadavérica y putrefacta conciencia.
1 comentario:
Eres un genio Pedro, cada vez te admiro más.
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