Se llamaba
Estefanía y ha muerto desangrada en la provincia de Alicante. Hay estudios
sociológicos que atribuyen esta plaga a lo mal que aceptan algunos hombres el
hecho de que las mujeres salgan de su rol tradicional. Es posible que en parte
sea así, pero hay males más profundos que vienen de atrás. La pobreza empática,
de la que no parece que vayamos a curarnos nunca, ni siquiera es una
justificación para estas barbaridades. La pobreza de estos hombres miserables
que son capaces de matar a quien es o fue su mujer es más terrible, es una
truculenta herencia de aquellos que fueron capaces de matarse unos a otros en
la última guerra y en todas las guerras. El siglo XXI debería habernos serenado
a todos, debería marcar diferencias respecto a nuestros antepasados, respecto a
aquellos que se mataban por una mera diferencia de parecer. Pero no, la suprema
estupidez no ha desaparecido aún, y tal vez no desaparezca nunca; puede que
siempre estén ahí estos flecos de desorden sanguinario. Nadie debería morir
asesinado, y menos una mujer; una mujer es un tesoro, es alguien que desea amar
y ser amada. Una mujer es quien convierte una casa en un hogar, es la fibra
sensible del bienestar. Y si se descuadra ese bienestar, deberíamos
entristecernos y ser capaces de pensar que a lo mejor somos nosotros, los
hombres, los que no damos la talla ante la sensibilidad femenina.