Recuerdo
la serie televisiva: “Crónicas de un pueblo”. La gente se sentía identificada
con la cotidianidad costumbrista que nos mostraba la televisión. Y ahora,
pasadas casi cuatro décadas desde que me fui, vuelvo a mi pueblo y comparo el
costumbrismo de aquella serie con el que viví yo de niño y veo que era todo muy
parecido en cuanto a las cabezas visibles: el alcalde, el médico, el vicario, los maestros y los ricos o pretenciosos; pero los personajes de la televisión
eran más amables que los de mi pueblo donde mi infancia estuvo atenazada por la
angustia. El médico recetaba inyecciones para casi todo y las monjas las
inyectaban con una aguja, la misma para todos, que era más para caballos que
para personas; yo sentía cómo me clavaban una daga en las nalgas durante varios
días interminables por un mero constipado. El sacerdote, don Baltasar, un
jueves terrible, lo recuerdo, con una caña de bambú nos dejó los muslos agrietados y
sanguinosos, mostrando en su cara de piedra una furia que nunca olvidaré. Sus
motivos: no éramos lo suficientemente respetuosos con dios. Y el maestro, don
Miguel, se pasó toda una tarde acariciándome la ingle y el escroto, yo tenía
doce años y no entendía nada, pero sufría. Y sufrí más otro día que este
maestro pederasta me propinó una bofetada con la mano girada impregnada de una
furia que nunca podré olvidar. Ahora veo a mi pueblo ya liberado de alimañas, no se ve al cura ni a los maestros ni al médico como autoridades sino como amigos, y
me alegro. Campanet vuelve a ser mi casa.