Los crisantemos
existen para colorear el otoño de los muertos porque esperan a que languidezca
el mes de octubre para florecer. Mi madre los regaba todo el verano, y el día
primero de noviembre cortaba sus flores y, junto con hojas de palmera y otras plantas,
hacía varios ramos floridos para llevarlos al túmulo donde están los restos de mi
padre, de sus hermanos y de otros seres queridos. Mi madre también murió y ahora ya nadie planta
crisantemos en mi casa. Decimos los restos porque nos han enseñado que hay algo tras la muerte, y yo entiendo que resulta arrogante y pretenciosa esta
afirmación porque no se puede demostrar su veracidad, más bien la ciencia
parece sospechar que no hay nada después de la muerte, pero no lo afirma ni lo
niega. Una postura seria es la que no afirma ni niega ni cree cosas que no se saben.
Este día y estas
flores muerden nuestra memoria para avivar el recuerdo de aquellos seres
queridos que ya no están con nosotros, y saltan algunas lágrimas todos los
años, inevitables para mí. En el cementerio se puede observar la nostalgia de
la gente y sus lágrimas, unas viejas y otras nuevas más dolorosas. Sospecho que
esta tristeza no se produce sólo por la añoranza de los muertos, creo que también
sobreviene porque hay una parte de nuestra conciencia que nos recuerda que
algún día, inevitablemente, moriremos. Esto sí es cierto. Es una de las pocas
sentencias sobre las que se puede afirmar que son ciertas dentro de nuestra quebradiza realidad, una realidad sobre la que, según parece, ningún otro animal
es consciente. Mis dos perritas no saben que algún día o alguna noche morirán,
nosotros sí lo sabemos. Alguien dijo hace poco que la muerte inventó el tiempo
para poder seguir matando, porque sin el tiempo no moriríamos, es el tiempo el
que nos mata.
El calendario coloca el
recuerdo de los muertos en otoño. Y así el otoño y los muertos se convierten en una metáfora
ontológica del atardecer del día, de las semanas, de los meses, de los años y de la vida animal. La vida vegetal
parece que también va a morir, pero no es cierto, sólo se les caen las hojas a
muchos árboles para solidarizarse con la tristeza ambiental. Los pecíolos dejan
de nutrir las hojas para que se mueran y vuelen hasta el suelo como en un
suicidio colectivo de pájaros. Estas hojas se mimetizan y adoptan el color de
la tierra, se funden con ella y entran en el territorio infinito de la muerte
sobre cuyos gusanos nace una incipiente hierba que va matando el tono pardo de
los campos. Por la mañana veo que también va muriendo lentamente la neblina
misteriosa de la noche. No siento frío ni calor, sólo siento que la monotonía
del otoño me invita a escuchar canciones que me aten a este pesimismo
estacional, como Una balada de otoño,
de Serrat, por ejemplo. Escucho a Serrat mientras mi mujer sonríe a mi lado,
aunque estemos en otoño. https://youtu.be/5v66eaBzJmA
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