Existen
datos sobre la fecha del inicio de esta tradición: a finales del
siglo XIX, pero hay quien dice que es una tradición mucho más
antigua. Según parece se originó para dar la bienvenida a la
primavera quemando trastos viejos y virutas en el gremio de los
carpinteros. Un mallorquín en Valencia no siente ese cosquilleo casi
orgásmico que alborota a los valencianos ante los tremendos
pertardazos de las ”Mascletá”, el olor a pólvora y las
satíricas perspectivas de las efímeras construcciones.
El
Castillo, llaman así a la explosión del cielo. La luz de colores
revienta la oscuridad de la noche y la gente, apretujada como
sardinas en todas las calles, exclama: ¡Ohhhhh! Este año lo pasé
mal porque cuando uno lleva ya casi cuatro horas de pie sin que haya
ni una acera ni medio metro cuadrado de asfalto libre donde sentarse
se nota cierta inquietud. Pero sí, es una fiesta explosiva en la que
uno acaba con los oídos doloridos de tanto estruendo y con los pies
destrozados de tanto caminar. Sólo vimos unas diez fallas de las
setecientas y pico que plantan en la ciudad de Valencia, eso nos da
una idea del tamaño de la celebración. Durante los siete años que
viví en Valencia quien peor lo pasó fue mi perrito Mico; los
petardos, que se oyen por todas partes, lo atormentaban, se escondía
debajo de las camas temblando. Creo que murió de miedo.
La
parte más entrañable de las fallas fue la compañía de mi querido
amigo Josemari y de su mujer, Fátima. Recordé aquellos años en que
los vecinos íbamos a cenar y de copas todos los viernes, y los
domingos quedábamos citados para hacer paellas. En la urbanización
Mas Camarena, donde yo viví, los vecinos nos visitábamos
constantemente para probar una cerveza o un licor, para ir a comprar
flores en primavera o para contar el último chiste. A mí, que soy
un cocinero mediocre, me tocaba hacer arroz brut. Sí, el contrateste
del carácter valenciano con el mallorquín es abrumador; el
mallorquín, fuera de su reducido círculo, es hermético. No
obstante, en cualquier lugar conocido, los casos en los que se supone
un alto nivel académico o económico a menudo muestran un acentuado
hieratismo, una solemnidad que marca distancias y alimenta las
estúpidas vanidades que pululan por todas las calles del mundo. En
Valencia ocurre lo mismo que en todas partes en este sentido, pero
allí todo es más abierto y también más tenso y más veloz. En
Mallorca estamos más relajados.
Ya
en Campanet, un vecino entrañable intentó organizar una cena con
unos cuantos vecinos del final de mi calle y fracasó. Esa iniciativa
demuestra que no se puede generalizar en nada. Tampoco se puede decir
que todos somos de una manera o de otra porque ya se sabe que las
excepciones confirman las reglas.
En
Valencia, generalmente, los divorcios no separan a los amigos. Mi
amigo Josemari, que se ha vuelto a casar, sigue con los mismos
amigos, las mismas cenas y las mismas paellas, y mis amigos
mallorquines de toda la vida, desde que me he vuelto a casar ya no me
invitan, y cuando lo hacen es porque son comidas sólo de hombres.
Hay quien dice que soy un mallorquín Light.
Yo
no lo sé, pero lo que sí es cierto es que conozco un poco nuestro
país, trabajé dos años en Madrid mientras vivía en Valencia y me
estaba dando cuenta de que sí somos cerrados los mallorquines, pero
yo no me siento cómodo fuera de Mallorca. En la península no saben
hacer pa
amb oli ni frit de porc,
el pan es raro y no se respira ese aire sosegado de Mallorca. He
vuelto a la casa donde nací y no deseo irme nunca más, aunque creo
que a partir de ahora iré todos los años a las Fallas de Valencia.
Allí, la nostalgia de aquellos tiempos en los que el siglo pasado
agonizaba y la nostalgia por aquellos amigos a veces me humedece los
pensamientos, y es sólo porque añoro el compañerismo y las
fiestas, añoro las noches de conversaciones destrabadas en presencia
de las esposas y añoro la ausencia de conductas fingidas. Sin
embargo, fue allí donde terminé mi novela MARÍA LEÓN, en cuya
solapa escribí que se trataba de una conclusión novelada de mis
pensamientos que podían englobarse en unas palabras pronunciadas por
Saramago y referidas a Kafka: “La visión de un mundo agonizando
por el absurdo”.