lunes, 10 de abril de 2017

VALENCIA Y LAS FALLAS







Existen datos sobre la fecha del inicio de esta tradición: a finales del siglo XIX, pero hay quien dice que es una tradición mucho más antigua. Según parece se originó para dar la bienvenida a la primavera quemando trastos viejos y virutas en el gremio de los carpinteros. Un mallorquín en Valencia no siente ese cosquilleo casi orgásmico que alborota a los valencianos ante los tremendos pertardazos de las ”Mascletá”, el olor a pólvora y las satíricas perspectivas de las efímeras construcciones.

El Castillo, llaman así a la explosión del cielo. La luz de colores revienta la oscuridad de la noche y la gente, apretujada como sardinas en todas las calles, exclama: ¡Ohhhhh! Este año lo pasé mal porque cuando uno lleva ya casi cuatro horas de pie sin que haya ni una acera ni medio metro cuadrado de asfalto libre donde sentarse se nota cierta inquietud. Pero sí, es una fiesta explosiva en la que uno acaba con los oídos doloridos de tanto estruendo y con los pies destrozados de tanto caminar. Sólo vimos unas diez fallas de las setecientas y pico que plantan en la ciudad de Valencia, eso nos da una idea del tamaño de la celebración. Durante los siete años que viví en Valencia quien peor lo pasó fue mi perrito Mico; los petardos, que se oyen por todas partes, lo atormentaban, se escondía debajo de las camas temblando. Creo que murió de miedo.

La parte más entrañable de las fallas fue la compañía de mi querido amigo Josemari y de su mujer, Fátima. Recordé aquellos años en que los vecinos íbamos a cenar y de copas todos los viernes, y los domingos quedábamos citados para hacer paellas. En la urbanización Mas Camarena, donde yo viví, los vecinos nos visitábamos constantemente para probar una cerveza o un licor, para ir a comprar flores en primavera o para contar el último chiste. A mí, que soy un cocinero mediocre, me tocaba hacer arroz brut. Sí, el contrateste del carácter valenciano con el mallorquín es abrumador; el mallorquín, fuera de su reducido círculo, es hermético. No obstante, en cualquier lugar conocido, los casos en los que se supone un alto nivel académico o económico a menudo muestran un acentuado hieratismo, una solemnidad que marca distancias y alimenta las estúpidas vanidades que pululan por todas las calles del mundo. En Valencia ocurre lo mismo que en todas partes en este sentido, pero allí todo es más abierto y también más tenso y más veloz. En Mallorca estamos más relajados.

Ya en Campanet, un vecino entrañable intentó organizar una cena con unos cuantos vecinos del final de mi calle y fracasó. Esa iniciativa demuestra que no se puede generalizar en nada. Tampoco se puede decir que todos somos de una manera o de otra porque ya se sabe que las excepciones confirman las reglas.


En Valencia, generalmente, los divorcios no separan a los amigos. Mi amigo Josemari, que se ha vuelto a casar, sigue con los mismos amigos, las mismas cenas y las mismas paellas, y mis amigos mallorquines de toda la vida, desde que me he vuelto a casar ya no me invitan, y cuando lo hacen es porque son comidas sólo de hombres. Hay quien dice que soy un mallorquín Light. Yo no lo sé, pero lo que sí es cierto es que conozco un poco nuestro país, trabajé dos años en Madrid mientras vivía en Valencia y me estaba dando cuenta de que sí somos cerrados los mallorquines, pero yo no me siento cómodo fuera de Mallorca. En la península no saben hacer pa amb oli ni frit de porc, el pan es raro y no se respira ese aire sosegado de Mallorca. He vuelto a la casa donde nací y no deseo irme nunca más, aunque creo que a partir de ahora iré todos los años a las Fallas de Valencia. Allí, la nostalgia de aquellos tiempos en los que el siglo pasado agonizaba y la nostalgia por aquellos amigos a veces me humedece los pensamientos, y es sólo porque añoro el compañerismo y las fiestas, añoro las noches de conversaciones destrabadas en presencia de las esposas y añoro la ausencia de conductas fingidas. Sin embargo, fue allí donde terminé mi novela MARÍA LEÓN, en cuya solapa escribí que se trataba de una conclusión novelada de mis pensamientos que podían englobarse en unas palabras pronunciadas por Saramago y referidas a Kafka: “La visión de un mundo agonizando por el absurdo”.