Un inglés en Magaluf |
En estos últimos años la fiesta
alborotada de Magaluf es constante, todos los veranos, y da mucho que hablar.
Los psicólogos dicen que el alcohol puede producir una desinhibición total y en
ese desorden se cometen actos que de otro modo no se producirían. La flema
británica pierde su encanto ante la irritación que muestran los ingleses
echando la culpa a los empresarios de los locales y aseverando que en el Reino
Unido les quitarían la licencia. Si existiera alguna culpa no sería de los
empresarios. Pero no soy partidario de los juicios superficiales sobre el
asunto. Más bien entiendo que procede preguntarse por qué se hacen estas
juergas en Magaluf. Y no resulta complicado responder partiendo de los postulados de Freud, unos
postulados del siglo XIX o de principios del siglo XX que atinan sobradamente
sobre la conducta humana, sobre la neurosis, sobre la histeria, sobre la
locura, sobre la desdicha y sobre muchísimas cosas más. Podría pensarse que es
un defecto de nuestra civilización que no se muestre a los alumnos en las facultades de filosofía, psicología y psiquiatría lo que ya es de sobra conocido, pero no: los filósofos dan sus clases monótonas, los psicólogos no son tontos aunque se les haya calificado así desde distintos ámbitos, y los psiquiatras escuchan con aburrimiento los trastornos de la gente y les recetan pastillas para que se vegetalicen sus pensamientos y se adormezcan sus penas. En este asunto practico una pesada tautología porque he escrito bastantes veces
sobre eso y lo volveré a hacer ahora: Sigmund Freud determinó que las personas
se componen de tres partes: una sería la imagen pública que los demás desean
ver en nosotros, la otra sería la esencia animal de la que procede todo ser
humano, y la tercera sería una conciencia despistada. Esa parte tan correcta que la sociedad quiere ver en nosotros estrangula
demasiado al ser primitivo que llevamos dentro. Cuánto más se hace callar al
animal más grande es el desorden, luego aparece la tristeza, la frustración y
pueden aparecer la neurosis y la locura. Este desorden no perjudica mucho a las personas cuando
encuentran un camino para escapar de la jaula a través del alcohol, del
anonimato o de las fiestas de Magaluf. Pero es terrible para los que todavía
creen que los humanos fueron creados por dios, así aparecen tantos casos de clérigos y similares que tratan con niños que, sin tomar conciencia de ello, reniegan
del animal del que proceden y por eso se les acaba pudriendo el cerebro; una
putrefacción que se hace ostensible, en demasiados casos, a través de conductas pedófilas.
A los ingleses, alemanes y otros que montan esos desórdenes en Magaluf se
les entiende perfectamente. En sus países casi no hay bares, no tienen la
costumbre de ir a tomar una cervecita con los amigos para destrabar
conversaciones y llevarlas a esa parte de todo que no es formal ni coherente,
una parte muy necesaria para contrarrestar la seriedad a la que tenemos que
acogernos la mayor parte del tiempo en el que estamos despiertos. A los
europeos de la parte de arriba les faltan la luz y los bares, y con este motivo necesitan ir a
Magaluf no para tomar una caña sino para tomar cerveza hasta reventar.
Cielo turbio, luz mortecina como la mirada de un cadáver, horizontes cerrados. Ni una sonrisa acogedora en aquel espacio triste e inhóspito.
Son palabras del poeta Rabindranaz Tagore (Nobel de literatura del año 1913) que afloraron en sus pensamientos al contemplar aquel Londres de la primera mitad del turbulento siglo XX. No ha cambiado mucho, Londres sigue siendo poco acogedor para uno de fuera, el cielo está sucio, y sí, su luz parece la mirada de un muerto, no hay horizontes, todo es niebla contaminada y la gente no sonríe a sus vecinos, más bien muestra cara de pocos amigos. Los extranjeros noctámbulos se transforman en Magaluf, se vuelven amables, saludan a los desconocidos, están tontos en definitiva, pero los entiendo y los apoyo. Si yo hubiera aprendido a hablar inglés seguro que iría allí a tomar cerveza con ellos.
Cielo turbio, luz mortecina como la mirada de un cadáver, horizontes cerrados. Ni una sonrisa acogedora en aquel espacio triste e inhóspito.
Son palabras del poeta Rabindranaz Tagore (Nobel de literatura del año 1913) que afloraron en sus pensamientos al contemplar aquel Londres de la primera mitad del turbulento siglo XX. No ha cambiado mucho, Londres sigue siendo poco acogedor para uno de fuera, el cielo está sucio, y sí, su luz parece la mirada de un muerto, no hay horizontes, todo es niebla contaminada y la gente no sonríe a sus vecinos, más bien muestra cara de pocos amigos. Los extranjeros noctámbulos se transforman en Magaluf, se vuelven amables, saludan a los desconocidos, están tontos en definitiva, pero los entiendo y los apoyo. Si yo hubiera aprendido a hablar inglés seguro que iría allí a tomar cerveza con ellos.
El remedio a muchos desórdenes pasaría por disminuir la hipocresía y
aumentar la tolerancia. El paso del tiempo se ocupa de eso con pesada lentitud,
aun a pesar del freno que aportan los anacronismos políticos y religiosos,
vamos avanzando. Ahora hay menos hipocresía y más tolerancia que hace cincuenta
años. Pero ese proceso de desintoxicación, de erradicación de la estupidez
humana no es para que nos sintamos optimistas. La estupidez es algo
generalizado, consolidado… que tal vez disminuya un pequeño porcentaje cada
lustro, un cero coma uno por ciento, por ejemplo.