martes, 22 de septiembre de 2020

DOS ALBAÑILES EN EL BAR MONTERO

 




A eso de las nueve y media de la mañana, momento en el que uno está todavía en esa fase de acoplamiento al nuevo día y siente ya el suave martilleo automático que hace imposible pasar por alto la inexorable necesidad del bocadillo, el protagonista de esta crónica va caminando hasta el bar de Montero. No hace otra cosa que repetir lo de todos los días, siempre lo mismo, incluso el bocadillo, siempre medio de jamón serrano con tomate. Pero dentro de esa monotonía ocurre que un día escucha una conversación en la barra del bar que es una verdadera perla de café. Sin mirar a quien habla, escucha:

—¿Sabes que los albañiles somos seres verdaderamente deseados?

—No sé ¿por qué lo dices?

—Pues mira, a nosotros se nos desea con verdadera angustia cuando hay una necesidad apremiante: levantar baldosas por culpa de una fuga de agua, reparar una bajante que echa las fecales al vecino de abajo, etc.

—Tienes razón —respondió con cierto asombro el compañero.

—Y luego ¿qué pasa cuando empezamos a trabajar? Pues que sigue existiendo un fuerte deseo sobre nuestras personas, pero en sentido inverso. Desean ansiosamente que nos vayamos. ¿Cómo lo ves?

—Que sigues teniendo razón —asintió de nuevo el otro albañil.

El bar de Montero no daba tanto como para compararlo con el bar de La Colmena, de Cela. Ya no hay cerilleros en los bares y ni siquiera se puede fumar. Montero es un ex boxeador y en su bar están las fotos de sus hazañas, es correctísimo y disciplinado, siempre hablándome de usted. En el bar de Montero sí puede haber algo en común con la novela de Camilo José Cela, en esa novela el Nobel de literatura escribió: “Los clientes de los cafés son gente que cree que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada”. Yo creo que es cierto, pero sin matizar demasiado y sin hacer ansiosos esfuerzos de imaginación filosófica porque luego encontraríamos que, sin quitar la razón al contexto de Cela, hay cosas que pasan porque sí y otras que no.

Tras llevar más de diez años comiendo el mismo medio bocadillo de jamón serrano con tomate le pregunté:

—Montero, ¿cuál es tu nombre?

—Montero —respondió con su acostumbrada seriedad y corrección.

Quedé un poco asombrado tras su respuesta y enseguida pensé que tendría uno de estos nombres fruto de decisiones que dejan a los niños a merced de las burlas de sus compañeros de colegio, como por ejemplo: Luzdivino, Tesifonte, Uldarico, Crescencio o Benemérito; pero no, otro día me enteré de que se llama Juan Montero, lo dijo uno de estos personajes que se pasan horas intentando sacar premio de las maquinitas de echar monedas. Hay gente que profesa verdadera devoción al ruidito de estas máquinas. Todas las máquinas de todos los bares tienen a sus adictos ahí pegados y a otros que esperan con disimulo —como quien espera para hacer una gestión importante— a que acabe el que está jugándose las monedas. Luego están los que de buena mañana ya necesitan la dosis de absenta y las amas de casa ociosas que beben cerveza, fuman y critican a la vecina de abajo porque se pasa el día viendo telebasura o a la de enfrente porque se pone los labios muy rojos y la ropa ajustada.

Sí, Cela. Los clientes de los cafés son gente que cree que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada.