Poco antes
de que acabara el siglo XX trabajé unos años en Madrid, y allí, por las
mañanas, siempre desayunaba con la columna de Francisco Umbral. Un día leí que
él había decidido desangrarse en las páginas de los periódicos todos los días
en lugar de dedicarse a hacer un libro total. Las chispeantes letras del poeta,
gotas de sangre negra en el periódico, daban una nota vivaracha bajo el
trémulo, acechante, contaminado y angustioso aire de la gran urbe. Cierta
orfandad se instaló en los periódicos cuando falleció Umbral, y ahora, que yo
sepa, en la prensa sólo gotean destellos luminosos de vez en cuando en las
letras de Raúl del Pozo y de Juan José Millás. Ahora, quizá por el hastío que
produce “la visión de un mundo agonizando por el absurdo” (Palabras de Saramago) yo he decidido que no voy a
desangrarme más con mis artículos. Sólo escribiré, si se me permite, cuando tenga
algo que decir y no sé con qué frecuencia puede ocurrir eso y tampoco sé si
volveré a escribir. Me he jubilado y ya han menguado mucho mis inquietudes de
mejorar el mundo: no hay nada que hacer.