No
es sólo una copa, es el estandarte que puede exhibir quien, por méritos
propios, ha demostrado ser el mejor equipo de fútbol del mundo. No se trata de
un hecho casual, es el fruto de un intenso trabajo y de una habilidad que ha
tardado muchos años en despuntar. El fútbol brasileño y argentino de los años setenta
ha perdido su magia porque casi todas sus figuras juegan en Europa, sus
jugadores se han europeizado. Y aquí, en el viejo continente, España ayer fue
lo que otros fueron antes, pero con una aureola mágica, con un fútbol más
inteligente, un fútbol al que los holandeses sólo se podían enfrentar con
transgresiones y marrullerías. Ahora les tocaría tomar nota a los que dirigen
nuestro país, les tocaría tomar ejemplo de nuestros futbolistas, y de muchas
otras figuras deportivas; deberían tomar nota los políticos de que con honradez
y trabajo se pueden conseguir objetivos. Pero eso es sólo una aspiración
inútil, nuestra victoria ha sido un paréntesis glorioso. Ahora debemos volver a
sufrir las consecuencias del despilfarro público, de la demagogia y de la arrogancia
del poder. Si hubiera una competición de presidentes de gobierno para ganar la
copa del mundo a través de objetivos económicos y de bienestar social, el
nuestro no pasaría de octavos.
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