Toquinho cantaba
que en los mapas del cielo el sol siempre es amarillo, y yo relaciono esta
poética canción con la plaza de Campanet por el recuerdo de cuando los niños
dibujábamos la iglesia; lo hacíamos con lápices de colores cuya caja de cartón
verde tenía un paisaje alpino con cerros nevados tras un vivaracho cervatillo.
En estos dibujos de la iglesia, arriba, pintábamos un sol amarillo; marcábamos
los sillares de las paredes con cuadritos de color beig y las campanas de
negro. Creo que no me curaré nunca de la nostalgia de aquellos tiempos en los
que dibujábamos soles amarillos, comíamos helados en la plaza y jugábamos al
escondite en los arrabales. Nada ha cambiado, sólo las personas. Muchos de los
niños de los años sesenta y setenta ahora somos padres y algunos ya son
abuelos; pero la plaza de Campanet sigue impasible, indiferente al paso del
tiempo. Pasaron más de cuarenta años y muchos de los que estábamos allí de
niños continuamos, inconscientemente, fascinados por la sosegada brisa que se
respira, por las tertulias, por las personas, que no son ajenas; y quizá
también por el recuerdo de una adolescencia en la que sentimos el fuego en la
garganta con el primer trago de whisky, en la que sentimos la mirada sonriente
de alguna niña, una mirada que nos parecía como un beso.
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