Lo que en este artículo queda escrito es constatable. No se trata de opiniones personales, y si hay alguna es intrascendente. El autor es laico y respetuoso con la Historia, con todas las personas y con su manera de pensar y de creer o de no creer.
A un buen número de políticos les pasa lo mismo que a una parte importante del resto de los hombres. Aunque en este colectivo determinadas personas están atrapadas en la soberbia que les proporciona el poder, un poder que les rodea de acólitos serviciales: secretarias, chófer, agentes de viajes y toda una maquinaria ergonómica que no pagan de su bolsillo. Dentro de esta inmensa comodidad sólo les quedan dos inquietudes. La primera es la incertidumbre de ganar o perder en las próximas elecciones, y la segunda es el desajuste entre la completa satisfacción por su puesto en la sociedad y la satisfacción mediocre de la vida sexual masculina. No conozco casos de mujeres dedicadas a la política o cónyuges de políticos que por excesos de lujuria hayan provocado escándalos, excepto el de Margaret Sinclair, esposa en aquel entonces del primer ministro de Canadá Pierre Trudeau y a su vez madre del actual primer ministro de ese país, Justin Trudeau. No hablaré de Cleopatra por ser el mundo del antiguo Egipto demasiado distante del nuestro ni de otros casos que pueden haberse dado y que mis limitados conocimientos sobre Historia no hayan detectado. La lista de escándalos sexuales masculinos es interminable. En el siglo XX tenemos a los presidentes de Estados Unidos: Warren Harding, Franklin D. Roosvelt, John Kennedy y por último Bill Clinton (acabó su presidencia en enero de 2001), por nombrar los casos más relevantes. Y la lista de candidatos que podrían haber sido presidentes si no les hubieran pillado inmersos en travesuras sexuales también es muy larga. Así que los escándalos van desde los presidentes del país más poderoso del mundo hasta concejales de administraciones locales. El motivo, como decía antes, es la mediocridad sexual masculina de la que, aunque les cueste caro, hacen escapadas; cosa que vamos a analizar en los siguientes párrafos.
A un buen número de políticos les pasa lo mismo que a una parte importante del resto de los hombres. Aunque en este colectivo determinadas personas están atrapadas en la soberbia que les proporciona el poder, un poder que les rodea de acólitos serviciales: secretarias, chófer, agentes de viajes y toda una maquinaria ergonómica que no pagan de su bolsillo. Dentro de esta inmensa comodidad sólo les quedan dos inquietudes. La primera es la incertidumbre de ganar o perder en las próximas elecciones, y la segunda es el desajuste entre la completa satisfacción por su puesto en la sociedad y la satisfacción mediocre de la vida sexual masculina. No conozco casos de mujeres dedicadas a la política o cónyuges de políticos que por excesos de lujuria hayan provocado escándalos, excepto el de Margaret Sinclair, esposa en aquel entonces del primer ministro de Canadá Pierre Trudeau y a su vez madre del actual primer ministro de ese país, Justin Trudeau. No hablaré de Cleopatra por ser el mundo del antiguo Egipto demasiado distante del nuestro ni de otros casos que pueden haberse dado y que mis limitados conocimientos sobre Historia no hayan detectado. La lista de escándalos sexuales masculinos es interminable. En el siglo XX tenemos a los presidentes de Estados Unidos: Warren Harding, Franklin D. Roosvelt, John Kennedy y por último Bill Clinton (acabó su presidencia en enero de 2001), por nombrar los casos más relevantes. Y la lista de candidatos que podrían haber sido presidentes si no les hubieran pillado inmersos en travesuras sexuales también es muy larga. Así que los escándalos van desde los presidentes del país más poderoso del mundo hasta concejales de administraciones locales. El motivo, como decía antes, es la mediocridad sexual masculina de la que, aunque les cueste caro, hacen escapadas; cosa que vamos a analizar en los siguientes párrafos.
Para
cualquier conducta que se desee investigar se puede recurrir a los
filósofos, ahí siempre encontraremos que todo
está ya escrito y escudriñado. El Epicureísmo-Dionisíaco era cosa
de ricos y acabó estrangulado tras la conversión al cristianismo
del emperador Constantino. Pero cuando desapareció de los mapas
occidentales fue con el auge de san Agustín, quien tras una
enfermedad se vio obligado a abandonar su desordenada salacidad.
Luego pasó a predicar contra el sexo, agarrándose a un dios
inexistente con una retórica aplastante para las masas. Siglos
después vino la oscura Edad Media donde quien no vivía temeroso de
dios era quemado vivo en la hoguera. Ejecutaban la pira los miembros
de la religión católica. Una secta que todavía perdura gracias a
la riqueza acumulada por la venta de bulas (Una persona podía pagar
a la iglesia antes o después de cometer un crimen y así ser
perdonado. Llamaban Taxa Camarae a la tarifa de precios, unos precios
que oscilaban según la gravedad del crimen). No obstante, la iglesia católica alcanzó una riqueza inmensa a partir del siglo XIV, cuando
la peste negra puso sus afilados colmillos sobre Europa. Los
sacerdotes gritaban a la gente por las calles exigiendo que cedieran
sus propiedades a la iglesia para obtener acceso al paraíso eterno
de los cielos. Con esta mentira el patrimonio de la secta católica
se convirtió en una fabulosa fortuna que actualmente podría erradicar la
pobreza del mundo dos veces. Fray Tomás de Torquemada, gran
inquisidor, estará gozando del paraíso tras asesinar a miles de
seres humanos de la manera más cruel posible. La iglesia católica
ya no quiere hablar de eso, pero sus asesinatos y sus fraudes
constituyen los cimientos de sus enormes edificios.
Y
así nos tenemos que ir a analizar la hipocresía. Echando mano de
los filósofos recurriremos de nuevo a Sigmund Freud, ¿psiquiatra o
filósofo? Hay opiniones para todos los gustos. Yo creo que fue las
dos cosas. Él puso el dedo en la llaga al observar el ser humano en
sus tres vertientes: El Yo social, el Yo íntimo y la conciencia. El
Yo social es hipócrita porque actúa según le pide la sociedad en
la que vive. El Yo íntimo sólo puede actuar a escondidas y la
conciencia está hecha un lío. Luego ocurre que para mimetizarse en
la sociedad uno tendría que dejar al animal que lleva dentro que, a
escondidas, hiciera travesuras de vez en cuando, y así ocurre, pero
en el caso de los políticos, al ser personajes públicos, sus actos
son de interés general y de manera esporádica pillan a alguno inmerso en
actos prohibidos por el Yo social. Entonces salen en los medios de
comunicación y son defenestrados. Por hablar de lo más cercano y
relevante me referiré a los ex concejales de Palma Rodrigo de Santos
y Álvaro Gijón a los que conocí personalmente. Lo del primero es
terrible porque una cosa son travesuras heterosexuales u homosexuales
y otra es la enfermiza degeneración de su persona al haber tenido
algo con niños. Tal vez fuera contagiado por su religión católica,
que seguía fervorosamente, ya que donde se producen más casos de
pederastia es en el colectivo católico. Vi el otro día en
televisión que hasta el número tres del Vaticano está acusado de
pederastia por jueces australianos. Y una información más reciente dice que en Alemania el abogado Ulrich Weber inició un procedimiento contra más de cuarenta sacerdotes y maestros implicados en un trato vejatorio y abuso sexual a 547 niños de la escuela del coro de la catedral de Ratisbona, con el agravante de que el responsable de esta escuela era Georg Ratzinger, hermano del papa emérito Benedicto XVI. El caso no llegará a los tribunales por haber prescrito, pero la iglesia católica ya ha admitido los hechos, ha pedido perdón y ha compensado a las víctimas con cantidades que van desde los 5.000 a los 20.000 €. ¡Qué vergüenza! Hay demasiados casos de católicos
rematados que de un modo u otro han rozado la perversión degenerada
de la pedofilia. Y no voy a hablar aquí de dos docentes (Uno
sacerdote y otro maestro) que me tocaron cuando yo era un niño de
doce años. Lo de Álvaro Gijón no es tan grave, su animal andaba
demasiado suelto, presuntamente, porque creo que todavía no hay
sentencias firmes. No obstante, y volviendo a Freud, si los curas
católicos pudieran escapar de sus estúpidos votos de castidad no
tendrían tantos casos de perversión. Entre los que han hecho estos absurdos votos contra su propia naturaleza hay un porcentaje
demasiado alto de pervertidos. Parece ser que ni siquiera los eunucos
o los castrados por la química son de fiar, luego podríamos deducir que los votos de castidad de los sacerdotes tienen menos consistencia que estas intervenciones porque, en demasiados casos, vemos en las noticias que no pueden frenar su concupiscencia.
Sigmund
Freud, con palabras que inventó él mismo y que he traducido a un
lenguaje común, dijo a los políticos, a los miembros de la iglesia
católica y a todos los hombres y mujeres del mundo que cuanto más
estrangulemos al animal que llevamos dentro más riesgo corremos de
caer en las terribles fauces de la neurosis y si lo dejamos demasiado
suelto corremos el peligro de acabar entre rejas. Así que, según
Freud, el equilibrio consistiría en tranquilizar nuestra naturaleza
más íntima (el animal) sin atropellar a nuestro Yo social, de esta manera
nuestra conciencia estaría más relajada. Por eso quemaban sus
libros y lo acusaban de pansexualista.
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