KAFKA - UMBRAL - MANN
En el pasado yo leí tres libros de Kafka, y desde entonces
supe que algún día escribiría sobre él y su obra. Pero un tiempo después
encontré un artículo de Francisco Umbral dedicado a Kafka y desistí, desistí
porque yo habría querido decir lo mismo que dijo Umbral pero mi capacidad
intelectual no daba para tanto.
En una ocasión Umbral llamó a Kafka “cara de cínife” y en
este artículo lo llama “cara de ratón sentimental”. Conozco gente que,
sin haber leído a Kafka, sabe de esa angustia que nos trasmite “El Proceso”,
“El Castillo” o “La Metamorfosis”. Luego la lectura no se convierte en un
placer sino en una pesadilla sin fin, y si tiene fin entonces es un fin malo. Y
de ahí llegué a la conclusión de que para entretenernos y disfrutar de una
buena historia es mejor ir al cine o ver televisión. La buena literatura muchas
veces marca a las personas y no precisamente con episodios idílicos con
preciosos paisajes. La buena literatura, sencillamente, nos enseña a entender
la vida, y cuando creemos que lo entendemos todo, entonces nos damos cuenta de
que no entendemos nada. Y eso, precisamente, nos hace más tolerantes y hace
también que nuestra arrogancia y nuestra soberbia se licúen y se vayan por las
tuberías de las aguas fecales.
Saramago dijo que si no hubiera existido Kafka, él tampoco
habría existido como escritor; y refiriéndose a Kafka dijo que tenía una visión del mundo agonizando por el absurdo.
Si no hubiera existido Saramago, yo tampoco habría existido como escritor.
Otro caso, no tan angustioso, es Thomas Mann (Premio Nobel
de literatura); él fue quien escribió “La Montaña Mágica”. Unas mil páginas que
yo leí. Cuando terminé de leer esta novela me sentí aliviado pensando que jamás
me había visto sumido en un tedio tan asfixiante y que ya me había liberado de
él, pero el recuerdo de este libro me hizo sentir que yo estuve allí, enfermo,
en aquel sanatorio, fascinado por una mujer: Clawdia Chauchat, que llevaba una
falda azul y siempre daba portazos; y fascinado también por la melancolía del
ingeniero Hans Castorp, por sus reflexiones y perspectivas previas a la primera
guerra mundial. Hans había ido sólo a visitar a su primo Joachim y se quedó y
acabó con fiebre como todos los demás.
Francisco Umbral escribió esto:
“Sombrero de ala caída, llovida de varios cielos. Orejas de
muerto enhiesto, de inteligencia cadáver. Volvemos a retomar así al profeta del
siglo XX, ya superado, al que escribió en parábolas lo que iba a pasar y lo que
estaba pasando. La parábola es un género más judío. La metáfora es un género
más latino.
Kafka. El cuello y la corbata le sientan siempre como a un
muerto. La metamorfosis. Millones de seres humanos se despiertan todos los días
convertidos en araña, o lo que fuera aquel bicharraco. Lo que pasa es que no lo
escriben, sino que se van a la oficina a cumplir. Y a lo largo del día, los
números y el café negro les van devolviendo su humanidad arácnida. Pero si no
fuesen arañas o cucarachas no soportarían el mal aliento del jefe, la
paga/propina y el menstruo de la funcionaria. Dice la ciencia que el gato nos
ve como gatos, y por eso nos tolera. La cucaracha humana también ve a los demás
como cucarachas. De ahí nacen los buenos amigos, las fieles cucarachas. A Kafka
le salva lo que le pierde: que cree en lo que ve. Y hasta lo escribe. Cara de
ratón sentimental, de funcionario en paro. El proceso. Kafka, como todos los
humanos, tiene una causa pendiente no sólo en el juzgado de dios sino en el
juzgado del barrio. Nadie ha sabido nunca de qué se le acusa, porque en el
juzgado sólo reside nuestra mala conciencia, que es una variante del miedo a la
muerte.
El secreto de Kafka, lo que le hace grande y mínimo, es que
la causa de la humanidad la considera sola y suya, íntima. Esto le hace gran
escritor, pero le vuelve loco, o le ratifica como tal. Decía Goethe que “sólo
entre todos los hombres se vive lo humano”. Bien, pues sólo entre todos los
humanos se vive la culpa. Kafka quiere la culpa para él solo. Individualiza el
terror de la administración, que es universal, con lo que se engrandece su caso
y su prosa. Así, todo en Kafka responde a una fórmula parabólica. Pero su
parábola no es deliberada, literaria, sino real, sentida, dolida, doliente, lo
cual le legitima como escritor. Tiene el susto metafísico del que se ha dejado
la casa cerrada con las llaves dentro. El Castillo. El Castillo es el padre, el
Estado, lo que ustedes quieran. Kafka plasma la lucha del hombre contra las
instituciones —El Castillo, El Proceso—, que fue la lucha ulisaica del siglo
XX. Ulises había luchado contra los dioses. Kafka comprende que las
instituciones no tienen otra fuerza y ventaja que el hermetismo. Hermetismo y
una póliza. Por eso nunca sabremos nada. Kafka tiene una novia a la que no ama
o a la que no goza. Su tragedia real es la impotencia, pero de eso no habla
porque, como todos los profetas, es casto. Escribió cartas a Felice como para
empapelar toda Praga. El amante epistolar es sospechoso. Tanta ortografía está
ocultando algo, como en Flaubert. Los motivos de Kafka son los motivos del
siglo XX. Y están pasando con el siglo. No creo que vuelvan a escribirse, en
nuestro siglo XXI, novelas parabólicas. Ese género se ha quedado viejo hasta el
evangelio.”