miércoles, 18 de marzo de 2020

CORONAVIRUS


Plaguedoctor

El otro día un gracioso de televisión dijo que la peste bubónica mató a mucha gente, y que muchos murieron también por el susto que se llevaban ante la presencia de estos médicos picudos, a los que se conocía como Plaguedoctors.

Confío en que lo de ahora no sea tan grave. Puede que resulte una bofetada contra nuestro conformismo y contra nuestra pereza y nos despierte en una conciencia más responsable. He escuchado al JEMAD (Es el general jefe del estado mayor de la defensa) diciendo que ahora nuestra situación es como si fuera un estado de guerra y que todos los días son lunes. Así me he acordado de una cita del difunto Francisco Umbral:

Toda guerra es una catarsis por cuanto pone al hombre y a los pueblos en situación de purgarse de sus apariencias, de sus ideales históricos y de su presencia fingida ante los demás.

De los que vivimos ahora pocas personas conocieron  tiempos de guerra, así que no sabemos nada de guerras ni de sus consecuencias y nos encontramos en una situación que no nos acabamos de creer. Nunca estuvimos confinados en nuestras casas para protegernos de un enemigo que no podemos ver y que nos está matando. Si el enemigo fuera como en la película "Los Pájaros" de Alfred Hitchcock por lo menos veríamos a los bichos asesinos y nos podríamos proteger de ellos escondiéndonos, con escopetas o con viandas envenenadas, pero este enemigo de ahora es un demonio que se mete en nuestro cuerpo sin que podamos verlo, sin que podamos envenenarlo ni pisotearlo.

Al papa Francisco, como delegado de dios en la tierra, se le podrían pedir explicaciones: Oiga ¿qué le hemos hecho a su jefe para que nos castigue con esta plaga? Si dios no fuera tan perverso haría caso a los millones de personas que ingenuamente le suplican que detenga este desastre. Si dios no fuera una fábula inventada por los hombres para dominar a otros hombres, si existiera realmente, no creo que fuera capaz de desplegar tanta iniquidad. Nuestra existencia es casual, nadie nos creó, y no somos producto del incesto bíblico.

Si la ciencia no hubiera evolucionado nuestra situación sería igual o peor que la del siglo XIV, pero ahora estamos convencidos de que esto no durará mucho, pocos creen que lleguemos al verano sin una solución, aunque muchos lo tememos. En los años noventa un amigo me decía que si saliera un virus que se pudiera transmitir por el aire que respiramos acabaría con toda la población de la tierra y que esto era posible. Da miedo que el bicho se quede en las superficies vivo esperando a su víctima. Bueno, un científico decía que el virus no está vivo ni muerto, pero que si acaba tocando nuestra piel comienza a dar órdenes a las células para que lo reproduzcan exponencialmente, es terrorífico que esto sea así, tanto como que pienso que todos los habitantes de nuestro planeta acabaremos infectados. Y que si los científicos no aportan una rápida solución esto se complicará mucho. Y qué pasará con nosotros estando confinados, pues yo creo, como decía antes, que puede resultar útil para encontrarnos con nosotros mismos y como decía Umbral: purgarnos de nuestras apariencias y de nuestra presencia fingida ante los demás. Sería deseable que esta crisis que nos obliga a estar encerrados en casa no provoque los divorcios que provocan las vacaciones de verano, cuando las parejas se tienen que aguantar todo el día. Esto no resulta fácil. Y ahora qué, todo el día metidos en casa y sin poder salir, qué pasará con nuestra manera de ser, con nuestras costumbres, con nuestros vicios... no pasará nada, nos adaptaremos porque hay un motivo de fuerza mayor. Tal vez se produzca un reencuentro con nuestras parejas, un incremento de empatía en nuestra familia y con los demás; pero no lo sabemos.

 Lunes, 23 de marzo. Me llama mi amigo Pep Lluis y acordamos que cuando se acabe esta crisis iremos a cenar con nuestras esposas y beberemos mucho vino y que después haremos una noche de absenta hasta que nos echen de los bares del pueblo. 

Martes, 24 de marzo. He leído que con esta crisis del virus se ha puesto de moda la novela Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y que esta novela vaticinó lo que está ocurriendo. No es cierto, la novela no vaticina nada, es una moraleja curiosa que podría derivar de una cita de Isaac Asimov: Si cada año estuviéramos ciegos por un día gozaríamos de los restantes trescientos sesenta y cuatro. Ensayo sobre la ceguera es una novela inquietante. Nunca había puesto yo el despertador a las cuatro de la mañana para continuar la lectura de la noche anterior, sólo lo hice con esta perturbadora novela. Todas las personas se quedan ciegas, lo ven todo blanco y a partir de esta situación se desarrolla el brutal argumento.

Miércoles, 25 de marzo. En estos días de estar encerrado en casa este artículo se está convirtiendo en una especie de diario en el que escribir las cosas de cada día. Veo en televisión al doctor Fernando Simón con cara de virus y voz de gato acatarrado dando las novedades de la evolución del problema. El ministro de sanidad cuando habla da la impresión de ser un alumno al que han regañado y da tímidamente sus explicaciones. El presidente  Sánchez se enrolla como una persiana repitiendo constantemente lo mismo, le sale bien, ganará votos porque es un buen comunicador. La expresión de su cara muestra una afectación en consonancia con el estado de las cosas, pero habla demasiado. Estamos a punto de llegar al pico, al punto más alto de la fatídica curva del diagrama, pero todavía no hemos llegado. Se dicen muchas tonterías estos días, la última que he escuchado es la de generar paralelismos con la selección natural de Darwin, o sea que es la misma naturaleza la que está matando a los más débiles: ancianos y enfermos. Aquí no hay filosofía que valga: es un virus asqueroso que nos está matando. Y punto.

Jueves, 26 de marzo. Hoy quiero romper la rutina escuchando a Pink Floyd, una de las bandas más influyentes del siglo XX, será por su Another Brick in the wall, una feroz denuncia contra la educación que tuvimos que soportar los que nacimos en la década de los cincuenta. Los profesores me daban miedo, recuerdo una clase de matemáticas  en el santuario de Lluch, yo era blavet (denominación que se daba a los alumnos de este perverso santuario). El sacerdote que nos daba esta asignatura comenzó a pegar en la cabeza del niño que se sentaba a mi lado con unas llaves hasta que empezó a brotar la sangre.  Mi compañero de pupitre cuya cabeza sangró se llama Mora de apellido, nunca he sabido nada más de él. Maestros: dejen a los niños en paz, canta Pink Floyd. A mí no me dejaron en paz, sufrí las consecuencias de sus vidas frustradas. Los docentes que tuvo que soportar mi generación, salvo contadas excepciones, eran unos depravados. 

Y debido a que estamos en cuarentena, se me ocurre continuar el artículo hablando de esta encerrona. Definición: El que sigue después del trigésimo noveno, peine del telar que tiene 4000 hilos, conjunto de cuarenta unidades, edad comprendida entre los cuarenta y los cuarenta y nueve años, tiempo de cuarenta días, meses o años, cuaresma, aislamiento preventivo a que se somete durante un período de tiempo, por razones sanitarias, a personas o animales, suspensión del asenso a una noticias o hecho por algún espacio de tiempo para asegurarse de su certidumbre.

Para definir el aislamiento que nos ocupa la RAE no acepta el término hasta la séptima definición. Cuarentena: un espacio para ver los viejos papeles, viejas fotos en las que éramos más jóvenes y nuestros hijos todavía eran niños. Tiempo para poner orden a todos los papeles viejos que ahora ya son inútiles y los vamos a quemar para que no molesten, tiempo para pensar en que si todo volviera a empezar, si volviéramos a tener veinte años, no cometeríamos los mismos errores, cometeríamos otros. Pero nada tiene arreglo, somos una consecuencia aplastante de nuestra propia historia. Y la pena es que nuestros hijos no nos hacen caso cuando les advertimos de las cosas, quieren equivocarse por ellos mismo, igual como nosotros tampoco hacíamos caso a las advertencias de nuestros padres. Y así tenemos una realidad que no podemos transformar, sólo podemos evadirnos viendo una película porque la evasión de las horas de sueño no la controlamos y por la mañana quedamos sorprendidos cuando recordamos lo absurdo de los sueños, sueños que no son interpretables. La interpretación de los sueños es una patraña. La vida onírica es un caos que no vaticina nada aunque a veces refleja nuestros temores con metáforas descabelladas, luego, en estos casos, no hacen falta exégetas.

Nunca conocimos una cuarentena, y ahora metidos en ella de lleno podríamos pensar en destinar un tiempo a la lectura porque los libros ayudan a comprender lo comprensible de la vida y del mundo que nos rodea; aunque nada conduce a nada, y nuestra capacidad para comprender no llega muy lejos, de algo sirve. Por ejemplo, para disminuir nuestra arrogancia y para acogernos a la modestia y a la empatía. Esto ocurriría si la lectura nos enseñara a comprender que somos poca cosa y que no deberíamos aferrarnos a nada que sobrepase lo que nuestro entendimiento pueda comprobar razonablemente. Todo lo que somos y hacemos es para que los demás lo conozcan, lo vean y lo sepan, esto es así aunque nos cueste entenderlo (los extravagantes deberían tenerlo en cuenta) y resulta una desventaja respecto al resto de seres vivos, los animales no se mueven en estos parámetros, ellos actúan únicamente según su genética y su instinto, nadie les puede convencer de nada, no entenderían que tienen que respetar a un ser superior llamado dios. A mis perritas les traería sin cuidado porque no se enterarían de nada. Entrando en estas cuestiones procede escribir la conocida fábula de la rana y el escorpión:

Érase una vez una rana descansando en la orilla de un pausado río, cuando de repente se le acercó un escorpión y le dijo:
—Ranita,  ¿me puedes pasar a la otra orilla del río?
—Pues no —respondió la ranita— no porque tú eres un escorpión y me vas a picar y me matarás, los escorpiones sois así de malos.
—No seas tonta ranita —añadió el escorpión— si te pico mientras me cruzas el río tú morirás pero yo también porque me ahogaré, los escorpiones no sabemos nadar.
—Tienes razón, escorpión, no lo había pensado. Sube a mi lomo —terminó la ranita.
La ranita, con el escorpión a cuestas, comenzó a nadar y cuando faltaba más o menos la mitad para alcanzar la otra orilla el escorpión clavó su aguijón en el cuello de la ranita y ésta, agonizando, gritó:
—¡Qué has hecho, maldito animal! ¿No ves que ahora mismo moriremos los dos?
—Es que yo soy un escorpión —respondió el alacrán.

Una vez que creo haber logrado explicar con cierta solidez de criterios del reino animal, insistiré en los errores tan arraigados de nuestros antepasados y de la mayoría de la gente anciana de la actualidad y todavía bastante gente joven: creen que al morir podrán ir al cielo a vivir eternamente en un paraíso porque han sido buenas personas. Imaginan a dios con un lápiz y una libreta donde anota todos sus actos, si han ido a misa, si se han portado bien, si no han dicho palabrotas, si no han hablado mal de su vecino, etc. etc. Sí, la religión se ha ocupado de meter estas patrañas en la cabeza de la gente y hasta hace poco tenían mucho éxito. En otras culturas estas maldades todavía tienen un éxito aplastante, muchos desean morir para ir al paraíso repleto de agua cristalina, dátiles y bellísimas huríes. El sermón se basa en que nadie puede demostrar la existencia de dios, pero como tampoco se puede demostrar la no existencia, usan el recurso de la fe, hay que tener fe, y todos los que se lo creen se convierten en miembros del rebaño aleccionado. Es tan ingenuo el engaño que parece más propio de tiempos pretéritos. No es fácil entender que a estas alturas del siglo XXI haya tanta gente que todavía tiene los pensamientos atrapados en estos lodos.

Bajo estos razonamientos hace años escribí una teoría a la que llamé La teoría de la hormiga. Consiste en extrapolar una situación: si existiera un ente superior que fuera capaz de controlar el sol, los planetas, el universo, la vida, la muerte, el pasado, el presente, el futuro… su capacidad de entendimiento y sus perspectivas serían tan inmensas en comparación con lo humano que habría infinitamente más diferencia entre el entendimiento de este supuesto ente y lo humano que entre el entendimiento humano y el de una hormiga. No le podemos explicar a una hormiga que la tierra es redonda y que da vueltas alrededor del sol, una hormiga ni siquiera es capaz de percibir que existen los humanos, igual que los humanos no somos capaces ni siquiera de percibir a un supuesto ente superior que lo controla todo, si es que existe. Extrapolando a los Naturphilosophen, filósofos alemanes de la naturaleza que concebían el planeta tierra como un ser vivo, podríamos decir que también en el cuerpo humano viven millones de seres vivos y que todos los planetas y estrellas del universo podrían ser simples moléculas de un ser que no somos ni capaces de imaginar. Este pensamiento puede resultar alucinante, absurdo o brillante, pero alguien a quien respeto mucho me ha dicho que esta idea tiene más coherencia que lo que explican las religiones a sus feligreses. Si tenemos en cuenta la similitud entre un átomo y un planeta, entramos en unas ideas que nos llevan a decidir que es mejor quedarnos en nuestra ignorancia y proponernos una actitud más modesta ante la vida, ante los demás y ante nosotros mismos. Hay muchas razones para adoptar esta actitud de modestia. Sabemos que una piedra, por ejemplo, está compuesta por átomos cuyos electrones giran a unas setecientas mil revoluciones por segundo, observemos con atención esta piedra, no veremos nada que se mueva, sólo vemos una piedra; por eso sabemos que lo que somos capaces de percibir a través de nuestros sentidos no es, necesariamente, real. Los humanos sólo somos capaces de percibir cuatro dimensiones, tres espaciales y una temporal, pues resulta que hay once dimensiones. ¿Cómo podemos digerir esto si no es a base de sentir nuestras limitaciones?

Hoy es día dos de abril del fatídico año de la cuarentena, 2020, y no sé si vale la pena pensar tanto durante esta encerrona, casi mejor no pensar en nada y dejarse llevar por lo superficial, que al fin y al cabo es lo importante: prestar atención a los chistes que envían los amigos al whatsApp, leer algún libro y ver la tele. He recordado que desde el año 1981 hasta el año 1987 los domingos se emitía una serie de televisión que tenía muchísima audiencia. Esta serie llenaba las horas muertas de los domingos por la tarde, verla se convirtió en algo imprescindible. Cuando dejó de emitirse uno no sabía qué hacer en casa. Poco después leí en el periódico una columna del escritor Llop que decía que los domingos por la tarde nunca volverían a ser lo mismo sin la serie policíaca Canción triste de hill Street. He recordado la serie porque esta cuarentena me he enganchado a otra similar: Blue Bloods, familia de policías. Todavía es pronto para saber si esta serie dejará huella en los recuerdos de las personas como lo hizo aquella de los años ochenta, probablemente no porque ahora hay tantas series que pocas destacan muy por encima de las demás. Los guionistas de las series policiacas no tienen que estrujarse mucho el cerebro, basta con ver las noticias de televisión para montar guiones. Por eso pueden alargar la misma serie durante los años que quieran.
 
Esta cuarentena tiene que servir para algo bueno, recuperar recuerdos y ver la televisión sin otro afán porque no hay nada más que hacer. Todo pasará, se acabará la cuarentena y todos nos llenaremos de ánimos nuevos para reanudar la rutina de nuestras vidas con más alegría y más ganas de todo.



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