Plaguedoctor |
El otro día un gracioso de
televisión dijo que la peste bubónica mató a mucha gente, y que muchos murieron
también por el susto que se llevaban ante la presencia de estos médicos
picudos, a los que se conocía como Plaguedoctors.
Confío en que lo de ahora no
sea tan grave. Puede que resulte una bofetada contra nuestro conformismo y
contra nuestra pereza y nos despierte en una conciencia más responsable. He
escuchado al JEMAD (Es el general jefe del estado mayor de la defensa) diciendo
que ahora nuestra situación es como si fuera un estado de guerra y que todos
los días son lunes. Así me he acordado de una cita del difunto Francisco
Umbral:
Toda guerra es una catarsis
por cuanto pone al hombre y a los pueblos en situación de purgarse de sus
apariencias, de sus ideales históricos y de su presencia fingida ante los
demás.
De los que vivimos ahora
pocas personas conocieron tiempos de
guerra, así que no sabemos nada de guerras ni de sus consecuencias y nos
encontramos en una situación que no nos acabamos de creer. Nunca estuvimos
confinados en nuestras casas para protegernos de un enemigo que no podemos ver
y que nos está matando. Si el enemigo fuera como en la película "Los
Pájaros" de Alfred Hitchcock por lo menos veríamos a los bichos asesinos y
nos podríamos proteger de ellos escondiéndonos, con escopetas o con viandas
envenenadas, pero este enemigo de ahora es un demonio que se mete en nuestro
cuerpo sin que podamos verlo, sin que podamos envenenarlo ni pisotearlo.
Al papa Francisco, como
delegado de dios en la tierra, se le podrían pedir explicaciones: Oiga ¿qué le
hemos hecho a su jefe para que nos castigue con esta plaga? Si dios no fuera
tan perverso haría caso a los millones de personas que ingenuamente le suplican
que detenga este desastre. Si dios no fuera una fábula inventada por los
hombres para dominar a otros hombres, si existiera realmente, no creo que fuera
capaz de desplegar tanta iniquidad. Nuestra existencia es casual, nadie nos
creó, y no somos producto del incesto bíblico.
Si la ciencia no hubiera
evolucionado nuestra situación sería igual o peor que la del siglo XIV, pero
ahora estamos convencidos de que esto no durará mucho, pocos creen que
lleguemos al verano sin una solución, aunque muchos lo tememos. En los años
noventa un amigo me decía que si saliera un virus que se pudiera transmitir por
el aire que respiramos acabaría con toda la población de la tierra y que esto
era posible. Da miedo que el bicho se quede en las superficies vivo esperando a
su víctima. Bueno, un científico decía que el virus no está vivo ni muerto,
pero que si acaba tocando nuestra piel comienza a dar órdenes a las células
para que lo reproduzcan exponencialmente, es terrorífico que esto sea así,
tanto como que pienso que todos los habitantes de nuestro planeta acabaremos
infectados. Y que si los científicos no aportan una rápida solución esto se
complicará mucho. Y qué pasará con nosotros
estando confinados, pues yo creo, como decía antes, que puede resultar útil
para encontrarnos con nosotros mismos y como decía Umbral: purgarnos de
nuestras apariencias y de nuestra presencia fingida ante los demás. Sería
deseable que esta crisis que nos obliga a estar encerrados en casa no provoque
los divorcios que provocan las vacaciones de verano, cuando las parejas se
tienen que aguantar todo el día. Esto no resulta fácil. Y ahora qué, todo el
día metidos en casa y sin poder salir, qué pasará con nuestra manera de ser,
con nuestras costumbres, con nuestros vicios... no pasará nada, nos adaptaremos
porque hay un motivo de fuerza mayor. Tal vez se produzca un reencuentro con
nuestras parejas, un incremento de empatía en nuestra familia y con los demás;
pero no lo sabemos.
Lunes, 23 de marzo. Me llama mi amigo Pep
Lluis y acordamos que cuando se acabe esta crisis iremos a cenar con nuestras
esposas y beberemos mucho vino y que después haremos una noche de absenta hasta
que nos echen de los bares del pueblo.
Martes, 24 de marzo. He
leído que con esta crisis del virus se ha puesto de moda la novela Ensayo sobre
la ceguera de José Saramago y que esta novela vaticinó lo que está ocurriendo.
No es cierto, la novela no vaticina nada, es una moraleja curiosa que podría
derivar de una cita de Isaac Asimov: Si cada año estuviéramos ciegos por un día
gozaríamos de los restantes trescientos sesenta y cuatro. Ensayo sobre la
ceguera es una novela inquietante. Nunca había puesto yo el despertador a las
cuatro de la mañana para continuar la lectura de la noche anterior, sólo lo
hice con esta perturbadora novela. Todas las personas se quedan ciegas, lo ven
todo blanco y a partir de esta situación se desarrolla el brutal argumento.
Miércoles, 25 de marzo. En
estos días de estar encerrado en casa este artículo se está convirtiendo en una
especie de diario en el que escribir las cosas de cada día. Veo en televisión
al doctor Fernando Simón con cara de virus y voz de gato acatarrado dando las
novedades de la evolución del problema. El ministro de sanidad cuando habla da
la impresión de ser un alumno al que han regañado y da tímidamente sus
explicaciones. El presidente Sánchez se
enrolla como una persiana repitiendo constantemente lo mismo, le sale bien,
ganará votos porque es un buen comunicador. La expresión de su cara muestra una
afectación en consonancia con el estado de las cosas, pero habla demasiado.
Estamos a punto de llegar al pico, al punto más alto de la fatídica curva del
diagrama, pero todavía no hemos llegado. Se dicen muchas tonterías estos días,
la última que he escuchado es la de generar paralelismos con la selección
natural de Darwin, o sea que es la misma naturaleza la que está matando a los
más débiles: ancianos y enfermos. Aquí no hay filosofía que valga: es un virus
asqueroso que nos está matando. Y punto.
Jueves, 26 de marzo. Hoy quiero romper la
rutina escuchando a Pink Floyd, una de las bandas más influyentes del siglo XX,
será por su Another Brick in the wall, una feroz denuncia contra la educación
que tuvimos que soportar los que nacimos en la década de los cincuenta. Los
profesores me daban miedo, recuerdo una clase de matemáticas en el santuario de Lluch, yo era blavet
(denominación que se daba a los alumnos de este perverso santuario). El
sacerdote que nos daba esta asignatura comenzó a pegar en la cabeza del niño que
se sentaba a mi lado con unas llaves hasta que empezó a brotar la sangre. Mi compañero de pupitre cuya cabeza sangró se
llama Mora de apellido, nunca he sabido nada más de él. Maestros: dejen a los
niños en paz, canta Pink Floyd. A mí no me dejaron en paz, sufrí las
consecuencias de sus vidas frustradas. Los docentes que tuvo que soportar mi
generación, salvo contadas excepciones, eran unos depravados.
Y debido a que estamos en
cuarentena, se me ocurre continuar el artículo hablando de esta encerrona.
Definición: El que sigue después del trigésimo noveno, peine del telar que
tiene 4000 hilos, conjunto de cuarenta unidades, edad comprendida entre los
cuarenta y los cuarenta y nueve años, tiempo de cuarenta días, meses o años,
cuaresma, aislamiento preventivo a que se somete durante un período de tiempo,
por razones sanitarias, a personas o animales, suspensión del asenso a una
noticias o hecho por algún espacio de tiempo para asegurarse de su certidumbre.
Para definir el aislamiento
que nos ocupa la RAE no acepta el término hasta la séptima definición.
Cuarentena: un espacio para ver los viejos papeles, viejas fotos en las que
éramos más jóvenes y nuestros hijos todavía eran niños. Tiempo para poner orden
a todos los papeles viejos que ahora ya son inútiles y los vamos a quemar para
que no molesten, tiempo para pensar en que si todo volviera a empezar, si
volviéramos a tener veinte años, no cometeríamos los mismos errores,
cometeríamos otros. Pero nada tiene arreglo, somos una consecuencia aplastante
de nuestra propia historia. Y la pena es que nuestros hijos no nos hacen caso
cuando les advertimos de las cosas, quieren equivocarse por ellos mismo, igual
como nosotros tampoco hacíamos caso a las advertencias de nuestros padres. Y
así tenemos una realidad que no podemos transformar, sólo podemos evadirnos
viendo una película porque la evasión de las horas de sueño no la controlamos y
por la mañana quedamos sorprendidos cuando recordamos lo absurdo de los sueños,
sueños que no son interpretables. La interpretación de los sueños es una
patraña. La vida onírica es un caos que no vaticina nada aunque a veces refleja
nuestros temores con metáforas descabelladas, luego, en estos casos, no hacen
falta exégetas.
Nunca conocimos una
cuarentena, y ahora metidos en ella de lleno podríamos pensar en destinar un
tiempo a la lectura porque los libros ayudan a comprender lo comprensible de la
vida y del mundo que nos rodea; aunque nada conduce a nada, y nuestra capacidad
para comprender no llega muy lejos, de algo sirve. Por ejemplo, para disminuir
nuestra arrogancia y para acogernos a la modestia y a la empatía. Esto
ocurriría si la lectura nos enseñara a comprender que somos poca cosa y que no
deberíamos aferrarnos a nada que sobrepase lo que nuestro entendimiento pueda
comprobar razonablemente. Todo lo que somos y hacemos es para que los demás lo
conozcan, lo vean y lo sepan, esto es así aunque nos cueste entenderlo (los
extravagantes deberían tenerlo en cuenta) y resulta una desventaja respecto al
resto de seres vivos, los animales no se mueven en estos parámetros, ellos
actúan únicamente según su genética y su instinto, nadie les puede convencer de
nada, no entenderían que tienen que respetar a un ser superior llamado dios. A
mis perritas les traería sin cuidado porque no se enterarían de nada. Entrando
en estas cuestiones procede escribir la conocida fábula de la rana y el
escorpión:
Érase una vez una rana
descansando en la orilla de un pausado río, cuando de repente se le acercó un
escorpión y le dijo:
—Ranita, ¿me puedes pasar a la otra orilla del río?
—Pues no —respondió la
ranita— no porque tú eres un escorpión y me vas a picar y me matarás, los
escorpiones sois así de malos.
—No seas tonta ranita
—añadió el escorpión— si te pico mientras me cruzas el río tú morirás pero yo
también porque me ahogaré, los escorpiones no sabemos nadar.
—Tienes razón, escorpión, no
lo había pensado. Sube a mi lomo —terminó la ranita.
La ranita, con el escorpión
a cuestas, comenzó a nadar y cuando faltaba más o menos la mitad para alcanzar
la otra orilla el escorpión clavó su aguijón en el cuello de la ranita y ésta,
agonizando, gritó:
—¡Qué has hecho, maldito
animal! ¿No ves que ahora mismo moriremos los dos?
—Es que yo soy un escorpión
—respondió el alacrán.
Una vez que creo haber
logrado explicar con cierta solidez de criterios del reino animal, insistiré en
los errores tan arraigados de nuestros antepasados y de la mayoría de la gente
anciana de la actualidad y todavía bastante gente joven: creen que al morir
podrán ir al cielo a vivir eternamente en un paraíso porque han sido buenas
personas. Imaginan a dios con un lápiz y una libreta donde anota todos sus
actos, si han ido a misa, si se han portado bien, si no han dicho palabrotas,
si no han hablado mal de su vecino, etc. etc. Sí, la religión se ha ocupado de
meter estas patrañas en la cabeza de la gente y hasta hace poco tenían mucho
éxito. En otras culturas estas maldades todavía tienen un éxito aplastante,
muchos desean morir para ir al paraíso repleto de agua cristalina, dátiles y
bellísimas huríes. El sermón se basa en que nadie puede demostrar la existencia
de dios, pero como tampoco se puede demostrar la no existencia, usan el recurso
de la fe, hay que tener fe, y todos los que se lo creen se convierten en
miembros del rebaño aleccionado. Es tan ingenuo el engaño que parece más propio
de tiempos pretéritos. No es fácil entender que a estas alturas del siglo XXI
haya tanta gente que todavía tiene los pensamientos atrapados en estos lodos.
Bajo estos razonamientos
hace años escribí una teoría a la que llamé La teoría de la hormiga. Consiste
en extrapolar una situación: si existiera un ente superior que fuera capaz de
controlar el sol, los planetas, el universo, la vida, la muerte, el pasado, el
presente, el futuro… su capacidad de entendimiento y sus perspectivas serían
tan inmensas en comparación con lo humano que habría infinitamente más
diferencia entre el entendimiento de este supuesto ente y lo humano que entre
el entendimiento humano y el de una hormiga. No le podemos explicar a una
hormiga que la tierra es redonda y que da vueltas alrededor del sol, una
hormiga ni siquiera es capaz de percibir que existen los humanos, igual que los
humanos no somos capaces ni siquiera de percibir a un supuesto ente superior
que lo controla todo, si es que existe. Extrapolando a los Naturphilosophen,
filósofos alemanes de la naturaleza que concebían el planeta tierra como un ser
vivo, podríamos decir que también en el cuerpo humano viven millones de seres
vivos y que todos los planetas y estrellas del universo podrían ser simples
moléculas de un ser que no somos ni capaces de imaginar. Este pensamiento puede
resultar alucinante, absurdo o brillante, pero alguien a quien respeto mucho me
ha dicho que esta idea tiene más coherencia que lo que explican las religiones
a sus feligreses. Si tenemos en cuenta la similitud entre un átomo y un
planeta, entramos en unas ideas que nos llevan a decidir que es mejor quedarnos
en nuestra ignorancia y proponernos una actitud más modesta ante la vida, ante
los demás y ante nosotros mismos. Hay muchas razones para adoptar esta actitud
de modestia. Sabemos que una piedra, por ejemplo, está compuesta por átomos
cuyos electrones giran a unas setecientas mil revoluciones por segundo, observemos
con atención esta piedra, no veremos nada que se mueva, sólo vemos una piedra;
por eso sabemos que lo que somos capaces de percibir a través de nuestros
sentidos no es, necesariamente, real. Los humanos sólo somos capaces de
percibir cuatro dimensiones, tres espaciales y una temporal, pues resulta que
hay once dimensiones. ¿Cómo podemos digerir esto si no es a base de sentir
nuestras limitaciones?
Hoy es día dos de abril del
fatídico año de la cuarentena, 2020, y no sé si vale la pena pensar tanto durante
esta encerrona, casi mejor no pensar en nada y dejarse llevar por lo
superficial, que al fin y al cabo es lo importante: prestar atención a los
chistes que envían los amigos al whatsApp, leer algún libro y ver la tele. He
recordado que desde el año 1981 hasta el año 1987 los domingos se emitía una
serie de televisión que tenía muchísima audiencia. Esta serie llenaba las horas
muertas de los domingos por la tarde, verla se convirtió en algo
imprescindible. Cuando dejó de emitirse uno no sabía qué hacer en casa. Poco
después leí en el periódico una columna del escritor Llop que decía que los
domingos por la tarde nunca volverían a ser lo mismo sin la serie policíaca
Canción triste de hill Street. He recordado la serie porque esta cuarentena me
he enganchado a otra similar: Blue Bloods, familia de policías. Todavía es
pronto para saber si esta serie dejará huella en los recuerdos de las personas
como lo hizo aquella de los años ochenta, probablemente no porque ahora hay
tantas series que pocas destacan muy por encima de las demás. Los guionistas de
las series policiacas no tienen que estrujarse mucho el cerebro, basta con ver
las noticias de televisión para montar guiones. Por eso pueden alargar la misma
serie durante los años que quieran.
Esta cuarentena tiene que
servir para algo bueno, recuperar recuerdos y ver la televisión sin otro afán
porque no hay nada más que hacer. Todo pasará, se acabará la cuarentena y todos
nos llenaremos de ánimos nuevos para reanudar la rutina de nuestras vidas con
más alegría y más ganas de todo.
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